xavierrubert

ARA digital 30 enero 2023

"Mi nombre es Xavier Rubert de Ventós y no sé pronunciar la letra erre". Así empezó mi primera clase en la Universidad de Barcelona en 1966. Lo recuerdo con absoluta claridad quizás porque, de niña, mi propio nombre me había resultado impronunciable. Las letras u y ele seguidas se me transformaban en u larguísima que hacía de Eulalia un nombre fantasmagórico. De hecho, a lo largo de la vida he encontrado mucha gente a la que se le enreda la lengua al pronunciarlo. Por suerte Lali, la abreviatura familiar que abandona la u con su espíritu de dominación, me salvó de ese atolladero.

Esta afinidad inicial se transformó en breve en una sorpresa creciente. Las clases de Xavier Rubert eran rampas de acceso a un laberinto cada vez más intrigante, cada vez más atractivo y, cuando la represión franquista cerró las puertas de la universidad, por suerte las clases encontraron siempre nuevos lugares donde aterrizar.

Posiblemente fue esta situación tan irregular la que permitió que se consolidara a su alrededor un grupo de estudiantes que, lentamente, fue transformando la admiración inicial en una amistad que llegó a ser permanente y referencial para algunos de nosotros.

A la lectura de El arte ensimismado y La teoría de la sensibilidad, que degustamos palabra a palabra una y otra vez, siguió el descubrimiento de Empúries, donde nos sentíamos continuadores de la tradición griega que incorpora la reflexión como parte integrante del paseo.

Luego fueron viniendo el Colegio de Filosofía, el Instituto de Humanidades, la Cátedra de estética en la Facultad de Arquitectura, la incorporación a la vida política y, muy especialmente para mí, la creación de la Cátedra Barcelona - Nueva York, que rompía definitivamente los límites tan estrictos de mi educación que, como alumna de una escuela de monjas primero y de una universidad desestructurada después, todavía pesaban mucho en mi formación.

No me esfuerzo en buscar el orden en el que se dieron todas estas etapas en la vida de Xavier Rubert porque mi memoria nunca ha funcionado como una carretera entre dos puntos. Siempre se manifiesta como un juego de espejos donde ciertos reflejos desvelan otros y llegado un momento imprevisible todo gira a la vez desafiando cualquier tipo de reloj.

Y esta forma de recordar hoy me parece muy adecuada al frenesí y la pasión que han sido siempre el cambio de marchas de los distintos vehículos que Xavier ha creado y conducido. El acelerador usado a menudo, el embrague siempre listo, el pedal del freno... sólo de vez en cuando.

En el libro Oficio de Semana Santa, que escribió en Empúries aquellos días de lluvia que parecen obligados cada año mientras la liturgia se viste primero de luto y después de gloria, Xavier Rubert hablaba de la importancia de tener siempre un papel y un lápiz cerca para poder atrapar aquellas ideas que brillan unos segundos de forma extraordinaria pero se desvanecen con igual rapidez, a menudo sin dejar rastro.

Esta noche, una nube de ideas, enredadas como un ovillo de lana entre las patas de un gato, me ha alcanzado con un papel y un lápiz en la mesilla de noche. Se me iban escribiendo expresiones sueltas que parecían dibujar la sombra de Xavier Rubert, como si buscaran un orden que no ha llegado en ningún momento: mirada penetrante venida del pasado y del futuro a la vez, escritura diminuta en cualquier rincón de papel, huida constante hacia lo que podría llegar a ser —no fuera a ocurrir que se fundiera en la nada—, siempre en busca de una cita que cuando llega resuena en el espacio entero, degustación minuciosa de cualquiera forma que pueda adoptar el chocolate, admiración ante la gestualidad ancestral de la vida doméstica, para él tan desconocida, a menudo suplicando unos guantes, unos calcetines o una bufanda para poder afrontar un frío siempre demasiado exagerado para él, bromeando de la severidad conceptual o elevando la anécdota a categoría, una y otra vez con la conciencia recurrente de volver a intentarlo.

Y siempre arrastrando esas erres que yo tampoco pronuncio cuando leo sus libros y me permite cerrarlos con una sonrisa que me lleva directamente a ese día que empecé la vida universitaria sabiendo que incluso la sabiduría tiene algún escollo que salvar: "Mi nombre es Xavier Rubert y no sé pronunciar la letra erre”.

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