Qué está pasando en los museos

Abril 2009

 

         Leo en El País (Babelia, 11 de abril 2009) el particular vía crucis de John Berger para poder copiar la figura de Cristo en la cruz de Antonello de Mesina justamente el viernes santo del año pasado. Mientras voy siguiendo en las páginas del diario su conversación con el guardia de seguridad de la National Gallery de Londres que atiende la sala, y que no está dispuesto en ningún caso a permitirle dejar su bolsa en el suelo mientras dibuja, me vuelve a la memoria una conversación ya antigua con Berger en la que me contó como fue expulsado del Prado por pretender sentarse en el suelo para poder copiar con mayor comodidad.

         El artículo que estoy leyendo concluye con la expulsión de John Berger del museo escoltado por el guardia de seguridad y su supervisor. Del Prado fue también expulsado, aún a pesar de que el museo anunciaba profusamente en sus carteles de anuncios la conferencia que Berger pronunciaría al día siguiente para el selecto público de los amigos del museo.

         ¿Es que ya nadie en los museos es capaz de reconocer al hombre que llevó a la televisión precisamente las salas de la National Gallery para contar a los telespectadores qué significa ver obras de arte a través de la pantalla y cuál es el misterio de afrontarlas cara a cara? ¿Es que el personal del museo puede impunemente no saber quienes son los invitados de la semana?

         Estas son preguntas que pueden surgir espontáneamente a medida que se lee el artículo o que se conectan las dos historias que acabo de mencionar. Pero, en realidad pueden no ser más que anécdotas que alguien algún día contará jocosamente en una conferencia mientras el público, mirándose unos a otros, sonreirán entre muecas de incredulidad.

         Sin embargo, lo que de verdad me parece preocupante no son tanto estas groserías a las que ya nos va teniendo acostumbrados la burocracia instalada en muchos servicios públicos, sino el sabor de fondo que rezuman. Quisiera señalar, por lo menos, dos aspectos que me parecen especialmente relevantes.

         El primero gira en torno a la pregunta: ¿Qué significa hoy conservar el patrimonio? Los museos, como las bibliotecas, las mediatecas, los auditorios, teatros, filmotecas… tienen por objeto preservar el legado cultural acumulado generación tras generación. Pero ahí no termina su cometido. Que no se pierdan físicamente las aportaciones culturales del pasado – telas, esculturas, cerámicas…- no es exactamente lo mismo que transmitir una cierta consciencia patrimonial que enlace las formas antiguas de interpretar la realidad con las que van elaborándose actualmente.

         Es decir, la razón de fondo de la conservación patrimonial es facilitar el acceso de la ciudadanía a su propia historia cultural. Es por ello que mostrar las obras de arte bajo la custodia exclusiva de las agencias de seguridad, exactamente del mismo modo que si se tratara del dinero de los bancos, no tiene ningún sentido.

         Si se decide abrir las puertas de los museos a los visitantes – en lugar de guardar los tesoros museísticos en cámaras acorazadas-, se adquieren unos compromisos con la forma misma de transmisión del saber que no pueden ya resolverse apuntando a los niveles mínimos de mantenimiento. En las salas de los museos, alguien tiene que poder entender el deseo de algunos visitantes por hacer de la contemplación un acto fundamental de conocimiento.

         Y ahí surge el segundo aspecto de mi reflexión. ¿Hay algún mecanismo más poderoso para ver bien una tela que el intentar copiarla? 

         “Tengo todo el Louvre en la cabeza, sala a sala, cuadro a cuadro. He copiado mucho … el arte es una manera de ver mejor” contesta Giacometti a su entrevistador Pierre Schneider.

         Copiar las obras de los maestros que los museos conservan es tal vez la vía de acceso más poderosa no sólo a entender las múltiples interpretaciones que la realidad permite sino también a percibir desde lo más profundo las posibilidades y los límites de la expresividad humana. Copiar no es, en ningún caso, una actividad menor. Es un intento de apoderarse de la mirada de otros artistas para fundamentar más solidamente la propia. Y los museos deberían saberlo mejor que nadie y tener previstos todos los casos: desde el copista que sigue los trámites más convencionales antes de poner su caballete frente a la Crucifixión de Antonello de Mesina, por seguir con el ejemplo, hasta el visitante que, sin previo aviso, siente el deseo de tomar notas en una libreta improvisada.

         ¿No resulta excesivo que este esfuerzo de introspección que supone copiar a un Maestro deba hacerse además de pie, como le pasó a John Berger en el Museo del Prado, o con la bolsa al hombro como fue el caso de la National Gallery?

        

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