Seguía su carrera de bailarín desde hacía años pero no lo conocía personalmente. En nuestro itinerario cotidiano, de vez en cuando, nos cruzábamos. En cuanto lo veía, me paraba en seco. La calle se transformaba para mí en un escenario mientras él, Cesc Gelabert, caminaba sin saberse observado. Me fijaba con mucha atención en la sutilidad con la que él se desplazaba. En ese momento, los demás peatones siempre me parecían pesos pesados.
El caminar de Cesc Gelabert transmitía aquella presencia de los grandes actores que se ganan a la audiencia desde el momento que aparecen en escena. Al perderlo de vista me costaba refrenar el deseo de aplaudir.
Durante un rato me movía con un inusitado grado de conciencia sobre el acto mismo de caminar hasta que lentamente los quehaceres del día volvían a apoderarse de mí y seguía adelante, como tanta gente, apoyando el cuerpo en la cabeza más que en los pies.
Cuando la historia se repetía días después, volvía a preguntarme si la diferencia entre el caminar del bailarín y el mío podría venir del ritmo que marca la respiración - y que la música y la danza alimentan.
Recuerdo esta anécdota ahora debido a que, desde hace unos meses, el caminar de las personas ha pasado a ser un tema de la agenda pública. Incluso el horario de paseo quedó durante un tiempo en manos de las más altas autoridades del estado. Un gesto insólito desde todo punto de vista.
La movilidad, referida ahora a la salud de la población, ha desvelado las virtudes del caminar que habían ido quedando enterradas bajo todas las formas de transporte que hoy conforman la vida de ciudades y pueblos.
Quizá sea, pues, el momento de recordar Robert Musil cuando a su novela El hombre sin atributos escribía: "A las ciudades se las conoce, como a las personas, por el andar". Ahora, casi cien años después, vuelve a resultar significativo aquello que fue publicado en 1930.
Cuando se hizo evidente que sólo confinando la población se podía hacer frente a una pandemia que se extendía sin control, las autoridades regularon las salidas de las personas y las ciudades cambiaron el paso y, a través de las redes, pusieron a disposición de la ciudadanía los fondos patrimoniales, los archivos culturales, los tesoros acumulados y conservados en los teatros, auditorios, centros de investigación científica, bibliotecas, museos ...
La primera reacción parecía muy ligada al hecho de que, al no poder recibir a los usuarios de los servicios que ofrecen, los núcleos urbanos perdían también su ritmo. Además, se esperaba con consternación que una cierta nube oscura planeara sobre una población que tenía que quedarse en casa, acostumbrada como estaba a una vida frenética.
Así que, muy pronto, se articuló un nuevo nexo de unión entre las reservas de los centros culturales y los públicos confinados en casa.
La cultura enlatada volvió a primera línea y, durante unas semanas, parecía que el mundo, girando lentamente sobre sí mismo dejaba ver la historia humana como una película de películas compuesta de eventos de todo tipo cuyo resultado era justamente nuestro presente.
¿Cómo alterará este momento de claridad la vida de nuestras ciudades? ¿Cómo podremos hacer que oxigene nuestra respiración de ciudadanos? ¿Cómo se transformará en aprendizaje lo que se nos vino encima como una de las plagas que estudiábamos en las clases de historia?
Ahora que ya empezamos a saber que la pandemia será más larga de lo que parecía, es necesaria una visión más sostenible que prefigure un futuro donde sean corregidos errores del pasado y donde quepa este presente tan duro de llevar para la gran mayoría de la población mundial.
No es posible vivir idealizando el pasado ni esperando un futuro mejor como si el futuro no fuera el resultado del deseo, el conocimiento y el esfuerzo de tantas generaciones como hemos podido revivir durante estos meses. El presente pide a gritos una acción decidida de estas ciudades y pueblos que contienen los centros culturales de todo orden en el que se despliega y se alimenta la humanidad de todos.
Si se pudo legislar, incluso, el caminar de las personas para atender a su salud, ¿qué no se podría articular para mejorar el andar de las ciudades?
Como el caminar de las personas, hay ciudades altivas y ciudades humildes, las hay soberbias o muy amables, las hay fuertemente excluyentes y las hay acogedoras ... En definitiva, hay ciudades donde vivir es un placer y otras en las que se convierte en una verdadera pesadilla. De todos modos, también como en la vida de las personas, su fluir constante hace que lo que hoy es amable muestre mañana su cara oscura y al revés. Hay, pues, que estar bien atento y no desaprovechar las ocasiones de cambio hacia lo que se considera mejor en un momento determinado.
Ahora, que el mundo entero está confuso y se mueve con tanta inseguridad, se abre quizá un tiempo de hacer limpieza y dejar atrás aquellos movimientos que agravan aún más el rostro demoníaco del capitalismo feroz y ensayar formas, que ya sabemos posibles, de equidad y libertad.
El confinamiento nos ha recordado que el aire que respiramos podría ser limpio y que el acceso al conocimiento de las nuevas generaciones tiene posibilidades extraordinarias si el caminar de las ciudades hace ahora pasos decididos en su favor. Una sola red protege la vida en el planeta. Quizás este sea un buen punto de partida para imaginar qué necesitaría el caminar de nuestros pueblos y ciudades para que sus habitantes aprendieran a caminar con una fluidez similar a la que yo admiro en el bailarín, ahora buen amigo, que sigue haciendo de la calle escenario .