Barcelona, 2006
Escuchar a Jorge Oteiza era para mí un gran placer. Me encantaba escribir sus palabras en mi pequeña libreta de bolsillo a medida que las iba pronunciando. Yo no perdía de vista la intensidad de su mirada, mientras mis dedos, solos, elegían las letras y las derramaban sobre la hoja blanca. Ni él ni yo éramos realmente conscientes de este gesto de escritura que se mantenía discretamente oculto bajo la superficie de su mesa, siempre llena de libretas y lápices.
Adela de Bara, con quien compartí la última de estas conversaciones, la transcribió y la transformó en una especie de pergamino antiguo que luego circuló entre los amigos de Oteiza como un pequeño recuerdo de familia.