¿Por qué todos olvidamos tan fácilmente que para aprender a hablar tuvimos antes que aprender a escuchar? Hablar y escuchar no son dos actividades complementarias, son las dos caras de una misma actividad, aunque en la escuela ocupen a veces registros tan distanciados.
Como enseñantes fuimos adiestrados para hablar. Para repetir en voz alta aquello que habíamos aprendido y aquello que a partir de nuestro conocimiento y nuestra propia curiosidad, habíamos conseguido descubrir.
Preparar la clase significaba clarificar preguntas, ordenar textos, reunir ilustraciones, diseñar ejercicios, inventar pruebas de evaluación. El trabajo creativo que esta actividad suponía quedaba, sin embargo, en la mesa privada del enseñante. Era allí donde se cruzaban los interrogantes y se abrían procesos de búsqueda tendentes no sólo a encontrar las respuestas adecuadas sino también a distinguir el método idóneo para transmitírselas a los estudiantes.
Era en esta mesa donde se concentraban las dudas, se ensayaban modos de comprensión diversos, se descubrían errores y se celebraban aciertos. Era en esta mesa, en definitiva, donde tenía lugar la práctica activa del conocimiento. Luego sólo restaba dar publicidad a los hallazgos y esta era precisamente la función de la clase.
La tarima y la pizarra eran los instrumentos necesarios. La primera para consolidar la autoridad del discurso que iba a pronunciarse, a hacerse público, la segunda para dejar constancia del acontecimiento.
Sin embargo la distancia entre aquella mesa y la pizarra encaramada en la tarima era infinita. El deseo de saber se había quedado enterrado entre el montón de preguntas y las tentativas de ensayo y error que habían tenido lugar – y seguirían teniéndolo a lo largo de todo el curso- durante la sesiones de preparación de las clases. La pizarra sólo recogía el resultado de este trabajo libre ya de duda y de deseo.
A lo largo de los años, las pizarras escolares han archivado listas infinitas de las conclusiones a las que han llegado los enseñantes más comprometidos con su profesión (aquellos que son maestros sin que nadie se explique porqué, normalmente sólo las ensucian).
Los estudiantes empezaron a hablar
Experiencias como el mayo francés de 1968, o las luchas antifranquistas en nuestro país fueron momentos clave de inflexión en este proceso de esterilización intelectual que se conocía como actividad escolar, es decir, como forma institucional de transmisión del conocimiento.
Frente a la voz de los enseñantes, empezó a oirse la voz de los estudiantes y empezó a saberse, más allá de sus horizontes sociales propios - la familia y la escuela-, que los niños, los adolescentes y los jóvenes eran seres vivos capaces de formular preguntas y de tratar de responderlas.
Estaba terminando la etapa en que la enseñanza era sólo una misma voz hablando de letras, de números o de dibujos, hablando del funcionamiento del cuerpo humano o de las fuentes de energía, hablando de lo divino o de lo humano pero siempre hablando, hablando, hablando…
El problema no estaba, sin embargo en el hablar sino en la monótona impertinencia del hablar sin reconocer al interlocutor. Del hablar mirando siempre al infinito. Hablar con la certeza que la verdad está del lado del discurso y que el resto no importa.
El factor común de las revueltas estudiantiles --especialmente de los años 60 y 70 en nuestros lares—fue el llamar la atención sobre el hecho de que hablar en la escuela significa hablar y escuchar al mismo tiempo.
Los maestros empezamos a desaprender
Los enseñantes tuvimos que empezar por desaprender y, en especial, por desaprender aquello que hacíamos con esmero por el bien común de los estudiantes. Tuvimos que aprender a trasladar la mesa privada de trabajo al aula aún a sabiendas de que con ella trasladábamos el cuestionar los programas, el incluir las preocupaciones formuladas por los estudiantes, el reconocimiento de la importancia de los tiempos de dubitación e incluso de los tiempos muertos que suceden a los esfuerzos que no han llegado a buen puerto…
Tuvimos que desaprender el hablar sagrado y aprender el diálogo como instrumento imprescindible para transmitir la inquietud por el conocimiento, mucho más fructífera sin duda que el mero listado de conclusiones ya reconocidas en los libros de texto.
Ahora bien si difícil es aprender, mucho más lo es desaprender aquellas formas de conducta que, durante años, no sólo han resultado respetables sino objeto de unas condiciones sutiles de poder sin las cuales puede tambalearse estrepitosamente el pedestal sobre el que se sustenta parte de la seguridad en el oficio.
De todos modos, nada es inmune al cambio. Y la razón está a favor del diálogo.
Primero fue el diálogo como reivindicación, luego el diálogo como sorpresa. La grata sorpresa de descubrir que los estudiantes no hablaban como sus profesores pero, sin embargo, aportaban algo que ellos habían dejado atrás: las preguntas sobre la esencia misma de los fenómenos.
Frente al cómo suceden las cosas y por qué suceden así, los estudiantes, especialmente los más jóvenes, ponían sobre la mesa las preguntas sobre las definiciones mismas de los conceptos con los que nos referimos a lo que ocurre.
“¿Los que duermen en la calle están vivos o muertos?” (P-4), “Antes estaban los abuelos y antes los padres de los abuelos… y antes de las montañas que había?” (P-5) “¿Cómo pueden encontrarse en el cielo las personas que se mueren si al morir siempre hay alguien que les cierra los ojos?” (Primaria 1)
Las preguntas de los niños son propias de extranjeros que acaban de aterrizar en un lugar del que lo desconocen todo con el único bagaje de su capacidad interrogativa.
La escucha atenta de esta nueva voz, ahora circulando libremente en la mayoría de las aulas (Gracias a Dios!) es el instrumento que puede permitir a muchos enseñantes colocar su mesa en el aula junto a las demás.
El deseo de saber está presente por necesidad en las aulas de infantil y primaria. Los niños preguntan porque les va la vida en ello. Como el resto de los cachorros han de construir su propia guarida al modo y manera que la han construido antes y la siguen construyendo sus congéneres: ahí radica su posibilidad de sobrevivencia. Y los humanos, no hay que perderlo de vista, construyen su medio ambiente a través del lenguaje.
Del triciclo al rolls royce
Ellos preguntan y los maestros tienen en sus preguntas una guía para ver con nueva luz las respuestas que han ido elaborando con su vivir diario, con su saber y su experiencia.
El diálogo funciona entonces como motor recién engrasado, capaz de transformar el antiguo triciclo de las cartillas y el puntero en un verdadero rolls royce de acceso a la vida intelectual.
La televisión, los ordenadores e Internet han multiplicado estas posibilidades de diálogo hasta límites nunca sospechados con anterioridad. Pero sólo lo han hecho en aquellas aulas en las que su llegada ha encontrado a la maestra sentada entre sus alumnos. En las demás, las nuevas tecnologías han amplificado todavía más el hablar solitario y sacralizado de la voz, ahora ya impersonal, que emite aquello que todo buen ciudadano ha de poder reconocer y repetir.
Un niño que aprende a ser escuchado, aprende también a hablar y con ello se sitúa en el trampolín necesario para tomar las riendas de su propia vida a medida que crece.
Un maestro que escucha sabe mucho más sobre si mismo y sobre su oficio con lo cual se facilita el ser más flexible y acrecenta su sentido del humor, cualidades sin las cuales la educación es imposible porque ambas son necesarias para enfrentarse cada dia con el saber y la sabiduría.